Mi amigo Rigo

Por Hugo Hernández Valdivia

 

A la memoria de Rigoberto Mora Espinoza

 

En alguna ocasión trabajé con Rigo: perpetró en animación una transgresión topológica al convertir una esfera en taza y luego en dona y luego en “ocho”. Y era sorprendente cómo podía mantener el entusiasmo en un trabajo tan lento y tan arduo (tedioso y laborioso para el que quiere el movimiento, que según lleva en su etimología eso es el cine), que es pura potencialidad y mera promesa, como es la animación: un cuadro cada diez, quince minutos, y el avance era aún menos perceptible porque trabajábamos a 30 cuadros por segundo, lo que al final del día arrojaba un desolador saldo de ¡poco más de un segundo en pantalla por cada jornada! Desolador para el impaciente, no para Rigo, que saboreaba retirar de la escena el obstinado objeto, moldearlo y colocarlo en la posición justa. Sabía ver en lo que no se movía el movimiento por venir, lo estético en lo estático. El producto dura unos pocos segundos, pero ver las transformaciones es un verdadero placer.

El respeto al artesano se alimentaba de la amistad. Rigo fue mi amigo (y mi hijo y Dios –dondequiera que se oculte el canalla– saben que me sobran dedos de una mano para contarlos) desde los inmemoriales más memorables tiempos preparatorianos del Instituto de Ciencias, y un amigo generoso, como supongo que ha de ser todo el que aspire al apelativo. No en vano colaboró para la animación citada, que como tantas otras chambas era mal pagada si es que era pagada.

El humor de Rigo era corrosivo: con una sonrisa socarrona y maliciosa (“tenía la risa más parecida a una hiena con ataque de histeria”, se lee en el anuario 82-83 del Ciencias), tenía el ingenio para encontrar el humor donde no parece haber sino la gravedad de la realidad o la cotidianidad más indiferente. En alguna ocasión viajábamos en automóvil detrás de una combi (de esas de antes, que hacían las veces de transporte público), y leíamos una y otra vez, mientras nos deteníamos una y otra vez, la leyenda “Paradas continuas”: el imprudente conductor nomás no se dejaba rebasar, y Rigo aprovechó el tiempo para completar el aviso: “Paradas continuas… y eyaculaciones constantes”.

Y es que la voracidad sexual de Rigo sólo era comparable a su apetito. No perdía ocasión de bailar con todas las que no se negaran en fiestas y congales, de los que salía invariablemente bañado en sudor (y me imagino que de otras secreciones); no exagero si digo que Rigo dedicaba tanto tiempo y espacio a pensar en sexo como en comida (lo que nunca supe es si comía más de lo que… bueno, de lo otro: Rigo era discreto). En alguna otra ocasión estábamos en un desayuno que ofrecía el Ayuntamiento de Guadalajara, y luego de observar y celebrar los atributos de las asistentas-meseras, nos aprestamos a devorar lo que ellas nos pusieron enfrente. Pero al terminar el ágape, Rigo pregunta: “¿a qué horas sirven el desayuno?”.

Rigo llegó tarde a la adolescencia, pero decidió instalarse en ella… hasta que la muerte lo sorprendió, como a un adolescente. Decidió hacer de él un personaje que no sabía ni quería sino ser él mismo. No me canso de decir que él es un extraordinario caso de amor al arte: dedicaba jornadas enteras a su pasión, la animación, no pocas veces sin remuneración. Solía decir que era el hobby más caro, pero para él era más bien un asunto de terquedad, un oficio, una forma de vida que a menudo supuso, y a lo largo de toda su vida, precariedades materiales: acaso la alacena o el refrigerador no estaban bien surtidos, pero nunca le faltaba un proyecto en qué involucrarse.

Al entrar a su casa lo primero que se veía un póster maltrecho de Blade Runner, luego era ostensible un desorden ordenado: por todos lados había fragmentos de figuras, esbozos de dibujos que rondaban uno, dos o más gatos (como todos me parecen iguales, nunca supe si era uno que se movía por todos lados con insólita velocidad).
Eso sí, tenía bien archivados sus libros y sus cómics (por cierto, ya nunca podré devolverle el “Batman: Year One” que me prestó).

La muerte no siempre es inoportuna, pero en su caso fue eso y más (muerte inoportuna y cabrona, no está de más anotar; y ni a quién reclamarle: ¡da la cara, canalla!). Lo sorprendió cuando empezaba a cosechar algo de lo sembrado: fomentó a más de una generación de animadores que habían encontrado empleo seguro (¡y pagado!) en “Batallón 52”, el proyecto de animación más ambicioso no sólo de Guadalajara ni de México, sino de América Latina. Además, por fin la revolución le había hecho justicia y gozaba de una beca de CONACULTA que, como él decía, le permitiría pagar las deudas.

Rigo dejó una escuela de animación, una biografía rica en anécdotas y un montón de ex compañeros de escuela (cursó la carrera de Letras como en quince años). No sé si dejó muchos amigos; lo que sí sé es que ahora que se fue para no volver, yo dejé de ver a uno.