Cristina, la de los paliques

Bernardo Masini Aguilera

 

Dice Luis González y González que un buen historiador no solo debe ser ratón de biblioteca, sino también rata de archivo (2009). La materia prima del historiador está inmersa en cajones llenos de papeles, o bien en este caso, entre los cachivaches que dejó Cristina Romo en su casa, o en carpetas de argollas celosamente archivadas en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Ser ratón de biblioteca es un rasgo relativamente común para quienes hacen vida académica, pero ser rata de archivo (entiéndase por ello caer en la tentación de sustraer para sí documentos que nadie parece valorar, pero que para el investigador son tesoros simbólicos) es quizá el diferenciador clave de los seguidores de Clío. Lo anterior viene a cuento por la sensación que me acompañó cuando Cristina Rosell Romo me permitió hurgar entre las cosas de su mamá, o cuando Enrique Páez Agraz, director del Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO, me confió generosamente la carpeta marcada con el expediente de empleada número 11417.

Personalmente, conocí a Cristina primero por los paliques[1] que escribía en el diario Público; luego porque algunos compañeros de mi generación en Ciencias de la Comunicación hablaban de lo exigente que era su profesora de Comunicación Escrita, y finalmente en persona, cuando había cursado más de la mitad de mi carrera. Para cuando coincidimos por primera vez ya había idealizado a la maestra cuidadosa del lenguaje, que escribía con humor fino en el periódico y a la que muchos compañeros —y también algunos profes— miraban con un respeto que rayaba en el miedo. Un buen amigo dijo alguna vez que Cristina era exigente, pero que no le iba mal con ella a quien tuviera ganas de hacer bien las cosas. Que en su clase se podía aprender mucho más que en una materia promedio y que era una gran charlista. Ergo, se me cocían las habas por tomar clase con ella. Finalmente pude inscribir Legislación de la comunicación en el otoño de 2001 y no solo corroboré todo lo que había leído y escuchado, sino que gané a una mentora y a una amiga entrañable.

Es imposible dar cuenta de la trayectoria profesional de Cristina en unas cuantas páginas sin cometer omisiones injustas… o hasta groseras. Por ello conviene una disculpa a priori con quienes la conocieron e identificarán serias lagunas. Pero más me interesa disculparme con quienes no la conocieron por delinear aquí apenas un esbozo sobre su persona, a todas luces insuficiente para dimensionar cuántos corazones y cuántas mentes logró moldear, dentro y fuera de las aulas universitarias.

Si bien Cristina no era jalisciense, a este estado y a su capital entregó la mayor parte de su legado. Era hija de Carmelita Gil y de Eduardo Romo, a quien su trabajo como gerente de banco exigió mudarse con su familia varias veces. Eso hizo que Cristina naciera en Pachuca, aunque para la adolescencia ya se había asentado en la Ciudad de México. No parece casualidad que ahí cursara la secundaria y la preparatoria en el Colegio Ignacio L. Vallarta. Su escuela tenía el nombre del que para muchos ha sido el más preclaro de los jaliscienses. Apenas había concluido sus estudios en la Universidad Iberoamericana cuando, de la mano de su esposo, Juan Pablo Rosell, decidieron probar suerte en Guadalajara. Corría 1969 cuando la joven egresada de la carrera de Ciencias y Técnicas de la Información llegó al ITESO, donde apenas dos años antes se había creado la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación.

El sino de su trayectoria fue la vocación de pionera. En el plano nacional fue una de las primeras estudiantes de esa carrera novedosa y audaz que buscaba, en palabras del P. José Sánchez Villaseñor, S.J., “someter la técnica al espíritu”; trascender la creación de intelectuales que fueran “un sabio de gabinete, al margen de la vida, espectador impasible en torre de marfil, desvinculado de la comunidad” (Sánchez Villaseñor, 1960). Eran años en que había que ser valiente para inscribirse en una licenciatura nueva, con un objeto socioprofesional que la sociedad mexicana de mediados del siglo XX no había comprendido aún, pero que Cristina abrazó y ayudó a colocar entre los jaliscienses.

En la escuela de Comunicación del ITESO convivió con los “padres fundadores” y dio clases a prácticamente todas las generaciones de estudiantes entre 1969 y 2009, cuando se jubiló. Se especializó en todos los menesteres relacionados con la producción radiofónica, no solamente en su dimensión técnica sino incluso en la política. Fue una ardua impulsora del reconocimiento legal y jurídico de las radiodifusoras comunitarias. Su libro La otra radio. Voces débiles, voces de esperanza, abrió brecha en todo el país sobre este tema históricamente relegado por el discurso oficial, y opacado por las dimensiones de la industria de la radiodifusión comercial. Eran tiempos en los que la normativa relacionada con los medios de comunicación en lo particular, y el derecho a la información en lo general, limitaba su ámbito de discusión a unos cuantos legisladores federales, y uno que otro universitario en la capital del país. La docencia y el activismo de Cristina fueron un fuerte aliciente para que más personas conocieran sus derechos y se enteraran de los entuertos que impedían —todavía impiden— el cabal cumplimiento de los artículos 6º y 7º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, relativos al derecho a la información y a la libertad de expresión.

En el ITESO fue un ejemplo y una inspiración para quienes convivimos con ella, por su fe en una universidad que era más un proyecto que una realidad cuando llegó a finales de los sesenta. Entre 1978 y 1981 fue directora de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación. También fue la primera mujer en la historia de la universidad en ocupar una dirección estatutaria: la que entonces se denominaba Extensión Universitaria (hoy Dirección de Relaciones Externas) entre 1982 y 1990. La equidad de género fue una de sus luchas permanentes y cotidianas. La había marcado una anécdota de su juventud, en su primer intento por inscribirse a Ciencias y Técnicas de la Información en la Ibero. A las primeras de cambio le negaron el ingreso porque “ya estaba cubierta la cuota de mujeres”. No es difícil explicar que a partir de entonces pugnó sin tregua en todos los escenarios en que le fue posible para que las mujeres y los hombres gozáramos de las mismas oportunidades. Por eso no es extraño que en 1993 haya sido la primera mujer a la que el ITESO reconoció como profesora emérita, máxima distinción que otorga la institución.

Consciente de que el ITESO puede ser esa torre de marfil a la que aludía el padre Sánchez Villaseñor, Cristina siempre procuró la incidencia extramuros, y animó a sus pares a hacer lo propio. La enseñanza de las ciencias de la comunicación no podía circunscribirse a los talleres, las cabinas y las aulas propias. Ella sabía que era necesario conocer lo que se hacía y se enseñaba en otras universidades, públicas o privadas. Por ende, a nadie extraña encontrar su nombre entre los fundadores del Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación en Ciencias de la Comunicación (Coneicc), que nació en 1976 y tiene al ITESO entre las nueve universidades visionarias. Hoy el organismo congrega a 74 instituciones de educación superior en la reflexión sobre este campo profesional. Su creación sirvió también para identificar una necesidad más: la de entablar un diálogo propositivo con los colegas latinoamericanos. En buena medida se debió al empuje del Coneicc, y de Cristina, que en octubre de 1981 naciera la Federación Latinoamericana de Facultades de Comunicación Social (Felafacs).

Su inquietud por el buen entendimiento de la función social de los medios de comunicación la animó a ser fundadora y presidenta del primer consejo consultivo que tuvo el Sistema Jalisciense de Radio y Televisión (SJRTV) en 1993. El 2 de diciembre de ese año presidió la primera sesión de este organismo colegiado, para cuya creación contó con el apoyo del entonces secretario estatal de Cultura, Juan Francisco González Rodríguez. Fue un consejo impetuoso, por cuyos oficios se logró trasladar la antena del Sistema al Cerro del Cuatro, lo que dio lugar a una mejora sustancial en la calidad de la recepción del Canal 7 en los aparatos receptores de los tapatíos. Con la llegada de Alberto Cárdenas Jiménez a la gubernatura de Jalisco (1995–2001) el SJRTV fue recolocado en la Dirección General de Comunicación Social y cayó en un letargo que dio lugar a la disolución de ese primer consejo consultivo en 1996.

En el mapa nacional, animada por Beatriz Solís Leree, su amiga y colega de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco, Cristina participó en la fundación de la Asociación Mexicana de Derecho a la Información (Amedi) en 2001. Esta organización logró un pronto posicionamiento al congregar a periodistas, intelectuales y profesionales de la comunicación en torno a la lucha por la democratización de los medios, la transparencia, y en general, todo el andamiaje legal relacionado con el derecho a la información en México. En la Amedi no solo formó parte del consejo consultivo, sino que a sus afanes y a su liderazgo se debió la creación del Capítulo Jalisco, que celebró su primera sesión de trabajo el 5 de marzo de 2008. Era la presidenta en funciones de esta organización cuando se jubiló del ITESO, en julio de 2009.

Sus compañeros de la Amedi reconocemos en ella a una mentora, una especie de centro de gravedad y brújula de nuestras causas. Por ello su partida repentina nos dejó con una incómoda sensación de orfandad. Nos repetía con frecuencia que no podemos cansarnos, por inútil que a veces parece la lucha contra los poderes, fácticos o políticos. Lo decía con la autoridad que corresponde a quien bregó por el derecho a la información durante más de cincuenta años. Con tales credenciales sus colegas más jóvenes no podíamos sentirnos desalentados solamente porque algún político se negaba a contestar nuestras interpelaciones. Cristina exigía, pero no pedía a nadie lo que estuviera fuera de su alcance. A los funcionarios públicos o a los empresarios mediáticos les exigía aquello a lo que están obligados para que la ciudadanía cuente con información suficiente y de calidad. A sus colegas y alumnos nos exigía poner los talentos y las capacidades propias al servicio de quienes las necesitaran. Pero en la misma proporción también reconocía a quien hacía bien las cosas, fuera una salsa boloñesa o una iniciativa de ley.

El Diccionario de uso del español de María Moliner define la palabra palique como una conversación sin trascendencia. Ese fue el nombre modesto que eligió para su columna en Público. No creo ser el único que comenzó a admirarla —incluso a quererla antes de conocerla en persona— a raíz de esas publicaciones de sabio sentido común y grácil manejo del lenguaje. Cristina, la de los paliques, era también la de la mente preclara y, sobre todo, la del corazón generoso. Cuando murió su esposo Juan Pablo, mejor conocido como Rafael del Barco por el seudónimo con el que firmaba sus columnas gastronómicas, Lupita Morfín escribió en El Informador que “Juan Pablo era un hogar ambulante y, en muchos sentidos, un refugio, una reserva de humanidad” (Morfín, 2011). Doy fe de cada una de las palabras de Lupita pues Juan Pablo fue, ciertamente, un hogar y un refugio. Pero los hogares se vuelven acogedores por quienes los habitan, y ahí estuvo siempre Cristina en primer lugar, incluso en los años en que Juan Pablo ya no estaba presente. Anfitriones espléndidos, amenísimos conversadores y mentores admirables. Nos dejan la tarea de ser agradecidos, generosos y comprometidos, como lo fueron ellos hasta el último día.

 

Referencias

González y González, L. (1988 / 2009). El oficio de historiar. Zamora: El Colegio de Michoacán.

Moliner, M. (1967 / 2007). Diccionario de uso del español. Madrid: Gredos / Colofón.

Morfín, G. (2011, 7 de enero). Juan Pablo Rosell. El Informador. Recuperado de https://www.informador.mx/Mexico/Juan-Pablo-Rosell-20110107-0205.html

Sánchez Villaseñor, J. (1960). Carta del Dr. José Sánchez Villaseñor, fundador de la carrera de Ciencias de la Comunicación. Recuperada de la página
we de los exalumnos de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Iberoamericana: https://
signumuia.wordpress.com/category/departamento-de-
comunicacion/

 

[1] “Palique” era el nombre de la columna que publicaba Cristina Romo en el diario Público entre finales de los años noventa del siglo XX y los primeros años del siglo XXI.