Toño Cázares

Jorge Narro Monroy

 

José Antonio Cázares Munguía murió en la Ciudad de México, cerca pero lejos de la Guadalajara en que nació, el 23 de mayo de 2016. Cerca, porque hay apenas 461 kilómetros —en línea recta— entre ambas ciudades. Lejos, porque acá, en la capital de Jalisco, estábamos casi todos sus familiares y amigos: su casa.

Nació en 1960, de modo que al morir tenía apenas 56 años. Y digo “apenas” porque soy mayor. Y hago esta referencia a mí, y escribo en primera persona del singular, porque éramos amigos. Eso define el tono de este texto.

Estudió Ciencias de la Comunicación en el ITESO (1979–1983), y al ITESO volvió después —en dos ocasiones— para trabajar. Primero en el Centro de Coordinación y Promoción Agropecuaria (Cecopa), entre 1983 y 1988, y después en la Oficina de Comunicación Social (hoy Oficina de Comunicación Institucional), entre 1998 y 2003. ¿Qué distantes ambos trabajos, no? “Promotor rural” (así se decía…) y comunicador institucional… Distantes entre sí, sin duda. Pero no distantes en el interior de Toño. Le tenía un profundo —atávico, quizás— amor al campo (recordaba, con su estilo tan sobrio en tratándose de sentimientos, el breve periodo en que vivió en Patambam, un pequeño poblado, muy cerca de Zamora, célebre por su cerámica de alta temperatura). Y experimentaba —perdón por el lugar común— una “intensa pasión” por la comunicación (el lugar común o la “frase de cajón” es nomás por joder a Toño y al Libro de estilo de Siglo 21, que condenaban con furia las expresiones facilonas: “conocido hotel”, “perla tapatía”, “cabecitas blancas”…).

Cocinaba camarones, que escogía personalmente en el Mercado del Mar, el ubicado al sur de Guadalajara, nada cerca de su casa, y escribía, disciplinada y pulcramente, los textos que aparecían en la sección “Gente” del periódico Siglo 21. La sección era él, él era el equipo, él el editor, él el alma. Como lo era también —aunque contaba siempre con algún novel colaborador— en el Centro de Documentación del mismo diario. Luego sería jefe de cierre: el último miembro del equipo de la redacción en irse a casa, cuando ya el periódico se imprimía en la rotativa. Pero su mayor mérito no era desvelarse, sino coordinar, con la precisión y el ritmo de un director de orquesta, los cierres en secuencia de cada una de las secciones: “Mundo” primero, “Economía” después, luego “Sociedad y Gobierno”, “Deportes”, “Cultura”…

Cocinaba, escribía, coordinaba… Y todo con una sonrisa apenas un poco más que insinuada. Y un —ese sí evidente— brillo en los ojos. Sonrisa y brillo de satisfacción por su trabajo impecable. Sonrisa y brillo de reconocimiento por el trabajo de los otros.

En Siglo 21 estuvo desde la fundación en agosto de 1991 hasta 1997, cuando se trasladó con casi todos los reporteros, fotógrafos, talleristas, personal administrativo, etc., a las instalaciones del que sería Público. Allí se mantuvo un año, de nuevo como jefe del Centro de Documentación y, lo que sería una novedad en su vida profesional, como editor y productor del programa radiofónico “Público al aire”.

En 1998 regresó al ITESO para fundar la Oficina de Comunicación Social de la universidad. Con el cambio de rector y, sobre todo, con la trasferencia de la Oficina de la Rectoría a la Dirección de Relaciones Externas, Toño renunció al cargo y a la institución. Disentía de la opinión de quien decidió mover la dependencia. Yo, para ser sincero, coincidía con él.

Se fue de la universidad adolorido. Y no por algún agravio (sabía que en la chamba las cosas salen a veces como a uno le gusta, a veces no) sino porque quería a la institución. Ésa que todavía se llamaba ITESO y tenía como divisa “El espíritu vivifica”. Le gustaba mucho su trabajo; tenía una lealtad sin fisuras por la institución y admiraba al primer rector que tuvo como jefe; convocó, entrenó y modeló al equipo de la Oficina… En fin… Se fue, como podría decir cualquier bolero (género musical, no lustrador de calzado…) no por falta de cariño hacia al ITESO sino por honestidad consigo mismo y con la universidad.

En 2004 estaba de vuelta en el periodismo. Ahora en El Informador, en donde fue editor de la sección de Economía hasta 2010.

Luego de este último periódico probó suerte como consultor en investigación y análisis de medios. Hasta que en Guadalajara se le acabó la pista y emigró al entonces Distrito Federal, en donde encontró lugar en El Economista, primero como investigador en el área de inteligencia y después como editor del suplemento The Washington Post–El Economista.

Allá, en el df, tan lejos y tan cerca, lo arrebató la muerte. No andaba bien de salud, pero no la cuidaba. La chamba, como siempre, estaba primero. Pero sobre todo en el orden de las responsabilidades… Juraría que en lo más hondo de su casi hermético corazón había una sangre más espesa y roja circulando. Pausada, contenida, que se expresaba en la sonrisa apenas dibujada y en el brillo —ese sí evidente— de los ojos negros…

Como decían, mi querido Toño, los revolucionarios (esos guevaristas y sandinistas de los que platicábamos): ¡Hasta siempre!